COETZEE
El premio Nobel de literatura del 2003 le correspondió a John Maxwell Coetzee, nacido en 1940 en Ciudad del Cabo, Suráfrica. Graduado en matemáticas y lengua inglesa, trabajó en Londres como programador de ordenadores y estudió en Estados Unidos lingüística y literatura. Actualmente es profesor en la Universidad de Adelaida, Australia.
En 1994 publicó ‘El maestro de Petersburgo’, donde narra las desventuras de Fiodor Mijailovich Dostoievski (1821 – 1881) en su Petersburgo natal. Era ingeniero militar y siendo seguidor de los socialistas utópicos franceses fue condenado, primero a muerte, por conspirar contra el régimen de Nicolás I. La pena le fue conmutada por cuatro años de trabajos forzados en Siberia más otros cuatro de servicio militar. En prisión se hizo seguidor de Cristo y del orden establecido. Al epiléptico Dostoievski, casado con una viuda que tenía un hijo, se le murieron ambos y, jugador compulsivo, perdió todo en la ruleta. Para alimentarse se puso a escribir: ‘Crimen y castigo’, ‘El idiota’, ‘El poseído’… la lista de las novelas más valoradas de todos los tiempos. Casado con su mecanógrafa, Anna Suitkina, algo mejor le fue la vida hasta su temprana muerte. (Puede que incluso se librara del – su – infierno y no tuviese que cantar como el personaje del chiste: ¡esto es vida, esto es vivir!).
Aficionado a los temas no demasiado alegres, Coetzee escribió en 1999 ‘Desgracia’, novela que describe la tremenda tensión en Suráfrica, entre las culturas cafre y boer, después del apartheid, en la que el protagonista es un enseñante que, «como no tiene ningún respeto a las enseñanzas que imparte, no causa ninguna impresión entre los alumnos. Sigue dedicándose a la enseñanza porque le proporciona un medio de ganarse la vida… el que va a enseñar aprende la lección más profunda, mientras que quienes van a aprender no aprenden nada. De pronto se ve canoso, encorvado… sentado sin mover un dedo ante su mesa, en una habitación repleta de papeles amarillentos a la espera de que se apague la tarde para poder prepararse la cena e irse a la cama… y uno pueda concentrarse en hacer lo que han de hacer los viejos: preparase para morir». Coetzee insiste en su novela ‘Hombre lento’: «Si hubiera una manera de acabar consigo mismo mediante una acción puramente mental, lo haría de inmediato. Las personas que ponen en práctica su propio final, pagan las facturas, escriben cartas de despedida, se ponen su mejor traje, se tragan las pastillas que han ido reuniendo para la ocasión… Todos ellos son héroes anónimos, sin nadie que cante su hazaña. Dicen: he decidido no ser una molestia».
La anciana escritora protagonista de la novela ‘Elizabeth Costello’ defiende a ultranza a los animales y el vegetarianismo. Dice que, en los tiempos primitivos, los humanos actuaban como hoy se hace en las corridas de toros: mataban a la bestia en combate honrando su bravura y comiéndolo después de haberlo vencido. Ahora se ha derrotado a las bestias, pero no a las ratas, que siguen plantando cara, ni a los insectos, que nos sobrevivirán. Los nazis aprendieron de los mataderos de Chicago a procesar cuerpos: sólo en Treblinka murieron como animales más de millón y medio de personas. «Estamos rodeados de una industria de la degradación, la industria cárnica, que trae al mundo conejos, aves, ganado, con el único propósito de matarlos… igual que el Tercer Reich». Y cita a Plutarco: «Me asombra que usted pueda meterse en la boca el cadáver de un animal muerto… tragarse los jugos de heridas mortales». Y defiende «a los grandes simios, algunos a punto de abandonar su silencio, habría que proporcionarles derechos humanoides, como a los humanos mentalmente defectuosos: derecho a la vida, a no padecer dolor ni a recibir daños». Dice Coetzee en otro libro que» cabe incluso esperar un día en el que a los animales se les atribuirá su propia dignidad, y el prohibir se reformulará como prohibición de tratar a una criatura viva como una cosa». Coetzee hace hablar también a los que se oponen a las creencias de Costello, a los que dicen que «los animales no pueden disfrutar de derechos legales porque no son personas, ni siquiera personas en potencia, como lo son los fetos». Descartes decía que «los animales no son más que autómatas biológicos». (A buen seguro, las ancianitas que tratan a sus perritos como nietecitos no estarán de acuerdo con esto).
En 1996, J.M. Coetzee publicó ‘Contra la censura. Ensayos sobre la pasión de silenciar’, donde cita al poeta cubano Reinaldo Arenas: «La amenaza oficial incesante hace del ciudadano no sólo una persona censurada, sino autocensurada, no solo vigilada, sino que se vigila así misma». Y es que «trabajar bajo censura es como vivir en intimidad con alguien que no te quiere». Coetzee señala que en la Unión Soviética de Stalin había setenta mil burócratas que supervisaban las actividades de siete mil escritores y cuenta el caso del poeta Mandelstam, que recitó, no publicó, en pequeñas reuniones, un poema contra un tirano que ordenaba ejecuciones y disfrutaba con ellas. Enterado Stalin, pidió informes sobre Mandelstam a Boris Pasternak, quien le defendió diciendo que se trataba de un ‘maestro’, cuya eliminación tendría peores efectos. Stalin obligó a Mandelstam a escribir una oda en su honor, que se publicaría, para que se enterase de quién mandaba. En el caso de Solzhenitsin, «un polemista formidable, un luchador político y un gran novelista humanista, aunque antipático, loco y traicionero… se dio una escalada en la que escritor y censor se vuelven cada vez menos distinguibles». Bajo el control de Stalin, una obra debía pasar por unas doce comisiones distintas, demostrando que servían a los intereses del proletariado, por lo que Solzhenitsin guardaba sus escritos en un bote de vidrio enterrado en el jardín, pero con Jruschov, que permitía una cultura disidente de Stalin, se publicó en 1962 la primera novela escrita por Solzhenitsin: ‘Un día en la vida de Iván Denisovich’. Cuando en 1974 se publicó en el extranjero ‘Archipiélago Gulag’, Solzhenitsin fue tachado de «renegado, traidor, blasfemo y contrarrevolucionario… que ingirió los venenos del estalinismo transformándose en su propio enemigo, un estalinista secreto».
Coetzee analiza la obra transgresora de fronteras sexuales y sociales de D.H. Lawrence ‘El amante de Lady Chatterley’, escrita en 1928 y publicada tras un juicio celebrado en 1960, citando algunas escenas ejemplares: «Y las puntas de sus dedos tocaron las dos entradas secretas del cuerpo de Connie, una y otra vez, con su suave y menudo cepillo de fuego. – Y me gusta que esto cague y mee ¡No quiero una mujer que no cague ni mee!-«. Para la ensayista norteamericana Catharine MacKinnon, «la pornografía debe ser prohibida en cuanto cosifica y perpetúa la hegemonía masculina»; pero ¿es pornografía o erotismo? Para Coetzee, «si las películas porno son una ofensa para el género femenino, ¿no son las de guerra una ofensa para el género humano?»
También analiza Coetzee el posicionamiento de Desiderius Erasmus, el conocido humanista Erasmo de Rotterdam, autor del ‘Ecomium Moriae’, traducido generalmente como ‘Elogio de la locura’ (privación de la razón o acción inconsiderada o gran desatino) y, a veces, como ‘Elogio de la estupidez’ (necedad o torpeza en comprender las cosas), acepciones no demasiado alejadas de significado. Erasmo se situó de espectador crítico tanto de los protestantes de la Reforma luterana como de los católicos romanos, e identificó dos clases de locura (o estupidez): la del fanático convencido de que tiene la razón (léase por ejemplo, Calvino) y la del cristiano que se coloca fuera de la razón, sea en la fe, en el misticismo, o en lo absurdo e irracional.
Vuelve Coetzee la vista a su país, Suráfrica, y enfoca a Geoffrey Conjé, el ideólogo del Partido Nacional, cuyas indicaciones políticas formaron parte del apartheid establecido por ley. Decía que las mujeres afrikáners debían tener relaciones sexuales sólo con hombres afrikáners de sangre pura «para garantizar la supervivencia de la raza blanca e impedir el regreso a la confusión, al paganismo y al caos», ya que «la bastardización es antinatural, un pecado contra la creación». Superado por las confrontaciones políticas este «pronazi loco», como lo llama Coetzee, aparecieron en Suráfrica los censores, cuya labor, que perduró hasta la aprobación de la nueva Constitución, puede clarificarse con un ejemplo de obra prohibida: «El escritor utilizó un exceso de lenguaje indecente, de uso del nombre del Señor en vano, de referencias a la excreción, a la masturbación… que el hombre medio considera una violación de la dignidad del individuo y del respeto a la privacidad sexual». (El análisis de Coetzee de la sociedad sudafricana fue lo más valorado por la Academia sueca para concederle el premio Nobel. Bueno,,,)