LEÓN FELIPE
En México murió el «poeta de las bofetadas», el «español del éxodo y del llanto», el traductor a su estilo de Walt Whitman, el que «no buscaba el verbo raro ni la palabra extraña»: León Felipe Camino, el que nos invitaba a recitar:
«Ser en la vida romero… / romero… solo romero. / Que no hagan callo las cosas / ni en el alma ni en el cuerpo… / pasar por todo una vez, / una vez solo y ligero, / ligero, siempre ligero. / Poetas, / nunca cantemos / la vida de un mismo pueblo, / ni la flor de un solo huerto… / Que sean todos los pueblos / y todos los huertos nuestros».
El que durante la Guerra Civil clamaba:
«Españoles, / españoles que vivís el momento / más trágico de toda nuestra Historia, / ¡estáis solos! ¡Solos! / El mundo, / todo el mundo es nuestro enemigo, / y la mitad de nuestra sangre / – la sangre bastarda y podrida de Caín – / se ha vuelto contra nosotros también.»
Y lo escribe así porque: «La poesía de esta hora no ha de ser música ni medida, sino fuego».
Repudia a «Inglaterra, vieja raposa avarienta, / has dejado meterse en mi solar / a los raposos y a los lobos confabulados del mundo.»
Y a la Iglesia, cuyo Dios: «Bendice la rapiña, / la traición, / la trilita de los aviones… / Y hay un señor en Roma / que pone el visto bueno a estas bendiciones.»
Desde el exilio se despide de Franco: » Tuya es la hacienda, / la casa, / el caballo / y la pistola. / Mía es la voz antigua de la tierra.»
Y, mucho más tarde, se despide de todos: «Pero un día no aparece León Felipe… / …le buscan, le buscan… y nada, / no aparece… nada. / León Felipe se ha ido a la Nada. / Señor: / mándame al infierno. / Si existe el infierno, / no existe la Nada.»
MIGUEL HERNÁNDEZ
Miguel Hernández nació en Orihuela el 30 de octubre de 1910. De niño fue cabrero y por siempre hortelano. Alumno en un colegio de jesuítas, entre sus primeros poemas, publicados en una revista católica dirigida por su amigo Ramón Sijé – con quien tanto quería, – no podía faltar su silbo de afirmación a la aldea:
«Iba mi pie sin tierra, ¡qué tormento! / Árboles, como locos, enjaulados. / No quiero más ciudad… / Lo que haya de venir, aquí lo espero / cultivando el romero y la pobreza.»
Estudioso de Quevedo y Lope, hincado en la tierra -«Me llamo barro aunque Miguel me llame»- el joven depresivo escribe los sonetos de ‘El rayo que no cesa’ y ‘El silbo vulnerado’, donde aparecen algunos versos corregidos:
«Umbrío por la pena, casi bruno, / porque la pena tizna cuando estalla, / donde yo me hallo no se halla / hombre más apenado que ninguno. / Pena con pena y pena desayuno / pena es mi paz y pena mi batalla, / perro que ni me deja ni se calla, / siempre a su dueño fiel, pero importuno. / Cardos, penas, me ponen su corona / cardos, penas, me azuzan sus leopardos / y no me dejan bueno hueso alguno. / No podrá con la pena mi persona / circundada de penas y de cardos / ¡Cuánto penar para morirse uno!.»
Mucha tristeza y pena en los versos de aquellos años – «lo que he sufrido y nada todo es nada / para lo que me queda todavía»- que cierra con la Elegía escrita a la muerte de su amigo, memorizada por tanta gente y tantas veces recitada:
«Yo quiero ser llorando el hortelano / de la tierra que ocupas y estercolas, / compañero del alma, tan temprano».
Llega la Guerra Civil y el poeta -«Hoy el amor es muerte, / y el hombre acecha al hombre»- entra en ella con ardor comunista – «Ah, compañero Stalin: de un pueblo de mendigos / has hecho un pueblo de hombres…»- y revienta en mítines -«Alza toro de España: levántate, despierta… / A desollarte vivo vienen lobos y águilas.»- «Ellos me arrojan con el puño en alto / a saludar a Rusia por Moscú y por Ucrania / y me quieren hacer retroceder de un salto / para escupir lo sucio de Italia y Alemania.»
Pablo Neruda pudo ayudarlo a salir de España a través de la embajada chilena, pero el barro Miguel prefirió volver a Orihuela, donde fue detenido. La sentencia inicial de muerte fue conmutada por cadena perpetua y en las diversas cárceles que conoció continuó escribiendo:
«No, no hay cárcel para el hombre. / No podrán atarme, no. / Este mundo de cadenas / me es pequeño y exterior, / ¿Quién encierra una sonrisa? / ¿Quién amuralla una voz?»
El 28 de marzo de 1942 Miguel Hernández muere a los treinta y un años de edad, como del rayo, en una celda del reformatorio para adultos de Alicante. Sus últimos versos:
¡Adiós hermanos, camaradas, amigos, / despedidme del sol y de los trigos!»