La Luna, la Luna; se cree que se originó con una colisión entre un cuerpo del tamaño de Marte y la Tierra, lo que produjo un disco de material fundido que orbitó alrededor de nuestro planeta hasta que se fusionó y se enfrió. En consecuencia, el material lunar está formado por sustancias habituales en la Tierra: como muestran las rocas traídas por los astronautas, hay mucho basalto y otros silicatos, principalmente de aluminio y calcio. La Luna está muy bombardeada, tiene cráteres volcánicos producidos por su interior caliente y otros muchos por el impacto de meteoritos a los que no hay atmósfera que los detenga. Tiene picos y grietas. Tiene marias, ‘mares’, que son hoyas, inmensas llanuras grises. La Luna, la gran Luna. Vivimos en un planeta binario.
Los satélites
El 4 de octubre de 1957, la Unión Soviética lanza al espacio el Sputnik I. El primer satélite artificial, de 83,6 kilogramos, orbita la Tierra en 96 minutos, a 230 kilómetros de perigeo y 942 de apogeo. Un mes después surca el espacio el Sputnik II, de 500 kilogramos, con la perra Laika en su interior, y cuatro meses más tarde los estadounidenses ponen en órbita el Explorer I. La carrera por la exploración del espacio exterior ha comenzado.
Para abandonar la superficie terrestre es necesario vencer la atracción gravitatoria: en general, hay que proyectar un vehículo articulado en cuyo extremo se sitúa un cohete, un satélite o una aeronave espacial. La proyección se consigue mediante el retroceso de los gases de combustión producidos en el motor de un reactor. Cuando se agota el combustible de una de las fases del vehículo articulado, se desprende y se enciende la segunda; puede haber hasta tres etapas. El lanzamiento más sencillo y barato es el de los cohetes sonda, ya que constan de un solo cuerpo y pueden sobrepasar la atmósfera terrestre (de unos 160 kilómetros de altura) impulsándolos a 5.000 – 8.000 kilómetros por hora en tiro vertical según la altura que se desee alcanzar. La misión de estos cohetes es de observación y recogida de datos.
Para poner un satélite en órbita terrestre hay que realizar un lanzamiento hasta la altura elegida, situar el satélite en una trayectoria paralela a la Tierra y alcanzar la velocidad correspondiente a esa altura. Con estas condiciones, la atracción gravitatoria de la Tierra iguala la fuerza centrífuga del vehículo y éste queda atrapado como satélite. Por ejemplo, a una altura de 200 kilómetros, la velocidad del satélite sería de 29.000 km/h y describiría una órbita completa en unos 90 minutos; con una atmósfera casi nula. con pocos rozamientos, el satélite puede permanecer en órbita durante mucho tiempo. Cuanto mayor sea la altura a la que se sitúe el satélite, la velocidad sería menor y mayor el periodo de revolución: especialmente interesante es la altura de 37.500 kilómetros, a la que el periodo coincide con el de la Tierra, esto es, 24 horas; ahí se colocan los satélites geoestacionarios que viajan a unos 11.300 km/h y que, por mantenerse permanentemente en la vertical de la Tierra, ya que dan vueltas en sincronía con ella, se emplean en comunicaciones y meteorología. (La Luna, situada a 386.000 kilómetros tiene una velocidad de 3.700 km/h y un periodo de 28 días).
Si se quiere enviar una aeronave a los espacios interplanetarios es necesario dotarla de la ‘velocidad de escape’, que es aproximadamente de 40.000 km/h. Para enviar una nave a la Luna hay que resolver el difícil problema de tres cuerpos en movimiento relativo: Tierra, aeronave y Luna, cuya solución requiere el empleo de programas computadorizados. (Newton intentó resolver el problema de los tres cuerpos pero no tuvo éxito; fue necesario inventar la teoría de las perturbaciones y disponer de la gran capacidad de cálculo de los ordenadores). Más difícil todavía es definir las trayectorias en los vuelos interplanetarios, en las que se establecen aproximaciones, órbitas y recuperaciones, para lo cual se hacen correcciones programadas tanto en tierra como en la nave. Estos vuelos son demostraciones espectaculares de destreza.
Después de los Sputnik y Explorer se han efectuado miles de misiones espaciales: el ruso Yuri Gagarin y el estadounidense Alan Shepard en órbita; vuelos con varios tripulantes y con actividades en el exterior del vehículo; Neil Armstrong en la Luna; obtención de muestras del suelo lunar; expediciones a Marte, Venus y a los planetas exteriores; colocación de satélites astronómicos; instalación de laboratorios y estaciones orbitales; empleo de lanzaderas reutilizables para abastecer a las estaciones… y lo que venga. El científico y novelista de ciencia ficción Arthur C. Clarke, primero en estudiar la viabilidad de los satélites de telecomunicación, opina que los planetas son hostiles para la vida humana, pero que el espacio se ha convertido en un medio benigno donde es posible construir colonias o ciudades.
Muchas cosas se han aprendido, además de ingeniería aeronáutica, en la exploración del espacio, algunas de las cuales se exponen a continuación. En la Tierra se tiene mayor exactitud en la meteorología y mayor conocimiento de las capas ionizadas, además se sabe que ¡tiene forma de pera!, ya que la distancia del centro al polo norte es más grande que al polo sur. El espacio interplanetario está casi vacío, la cantidad de materia que contiene supone algo así como dispersar las partículas que constituyen un mililitro de agua en el volumen de un cubo de siete kilómetro de arista, pero en él también hay campos gravitatorios y electromagnéticos, rayos cósmicos procedentes de otras estrellas, ‘viento solar’ (partículas emitidas por el Sol que viajan a unos 500 kilómetros por segundo), y muchos menos meteoritos de los que se temía. La Luna es coetánea de la Tierra, sus rocas son similares a las nuestras, tiene un campo magnético pequeño incapaz de atrapar partículas del viento solar para formar una ionosfera. En Marte hay dióxido de carbono condensado y en Venus nubes a 540ºC. Se ha estudiado y fotografiado la gran mancha roja de Júpiter y se sabe que Io, como la Tierra, tiene actividad volcánica.
El conocido físico inglés Freeman Dyson, profesor en la Universidad de Princeton, es muy crítico con las misiones planetarias, de las que dice que no han causado ninguna revolución científica. En su opinión, es preferible una serie de misiones modestas como las del IUE (Explorador Internacional Ultravioleta) o del IRAS (Satélite de Astronomía Infrarroja) que una gran misión con un objetivo ambicioso y un costo elevado, como la Viking, lanzada para buscar una vida inexistente en Marte. Un avance importante en el conocimiento científico lo consiguió la astronomía de rayos X, puesta en funcionamiento con los relativamente baratos cohetes sonda, al poner de manifiesto la naturaleza cataclísmica del Universo. Y aún más: en las mismas fechas en que los astronautas trajeron unas muestras poco espectaculares de la Luna, cayó sobre México un meteorito, más grande que todas las piedras lunares, que proporcionó prácticamente gratis datos anteriores a la formación del sistema solar. Dyson aboga por la construcción y empleo de conjuntos radioastronómicos y radioópticos a base de unidades sencillas, de prestaciones superiores al oneroso Hubble, que es de vidrio, una tecnología de siglos anteriores, y que además es defectuoso. También defiende el uso de micronaves que pesaran alrededor de un kilogramo, con lo que se abarataría el costo del lanzamiento; para construirlas habría que miniaturizar sensores, instrumentos de navegación, sistemas de comunicación, antenas… elementos que se pueden conseguir.