La alquimia

¿Qué es eso de la alquimia? En el trabajo alquímico hay dos vertientes: de una parte, el trasteo con sustancias naturales para conseguir su transformación en otras sustancias diferentes; y de otra parte, obtener la transmutación, lograr la piedra filosofal y con ella la riqueza, la eterna juventud e incluso la inmortalidad. Esta es la gran obra, esotérica y mística, que pone en relación al hombre con el cosmos.

Los primeros alquimistas de los que se tiene noticia fueron los chinos, los hindúes y los egipcios. Los chinos se dedicaron a la medicina de la inmortalidad, fabricando elixires como el llamado oro bebestible. Los hindúes, como tenían la inmortalidad en su religión, preparaban elixires para alargar la vida. Los griegos recibieron de los egipcios la idea de la piedra de los filósofos, que no era una piedra, sino un polvo de proyección con el que se pretendía orificar metales. Esta era la gran obra, que constaba de varias etapas caracterizadas por una secuencia de colores: en primer lugar parece ser que se procedía a la calcinación de una ‘sal o cuerpo’ con lo que se obtenía una mezcla de color negro (negrura, cosa siniestra, la bajada a los infiernos); después se sublimaba el mercurio para obtenerlo puro (alma blanqueada, resurrección); en tercer lugar el alma se mezclaba con el sol y la luna, con el hombre y la mujer (¿oro o azufre y plata o mercurio?) y se procedía a una larga cocción durante la cual, al principio, ‘la mujer se subía en el hombre’, después, ‘el cuerpo se integraba en el espíritu y lo ennegrecía’ y, finalmente, se producía la transmutación de las naturalezas, ‘el hombre se subía en la mujer’ y aparecía el enrojecimiento, la calidad del oro, aparecía «la piedra que no es piedra, cosa preciosa sin valor, con formas innumerables y sin forma, desconocida y de todos conocida».

Hasta el siglo XIX no se tuvo evidencia de la imposibilidad de la transmutación en oro. Después, diversos investigadores han realizado intentos para averiguar qué procedimiento podían seguir los alquimistas para convencer a la gente de que obtenían oro utilizando un metal cualquiera. En todo caso tendrían que partir de oro, por ejemplo, disimulado en forma de amalgama y mezclado quizá con plomo, cuyo óxido enmascara el espejo de la amalgama emigrando a la superficie y proporcionando el color negro. Si se calienta la mezcla, el mercurio se evapora, el óxido de plomo se separa hacia los extremos del crisol y aparece el oro amarillo. Puede ocurrir, al cabo de un mayor calentamiento, que el oro se oxide y dé colores primero rojo y luego púrpura ¿Es este el oro alquímico, el elixir de la inmortalidad?

La más pura tradición alquímica procede de los textos herméticos, correspondientes a la revelación del dios egipcio Thot, llamado por los griegos Hermes Trimegistos (tres veces grande). De Hermes, inventor de la escritura y de todas las artes de ella derivadas, proceden el hermetismo cultivado, que engloba la filosofía y la teología, y el hermetismo popular, que trata de la astrología y del ocultismo. La alquimia puede considerarse una parte de la astrología en tanto que relaciona el hombre con el cosmos y, además, por medio de la tecnología, con la tierra. Según algunos, el significado de la obra alquímica está expuesto en la Tabla Esmeralda, un texto de doce puntos dado a conocer por aquellos árabes cultivadores del hermetismo cuyo objetivo, coincidente con el de los gnósticos, era la deificación del hombre a través del conocimiento. El traductor de la Tabla, dicen, fue Jabir Ibn Hayyan, llamado Gerber y que pudo ser el nombre de toda una secta musulmana seguidora de Aristóteles y que, como él, creyó que una sustancia puede transformarse en otra cambiando sus propiedades primarias (aire, agua, fuego, tierra).

La mayoría de los sabios musulmanes eran médicos en ejercicio, como Al Razi (Rhades) e Ibn Sina (Avicena), que estudiaron los efectos de la higiene y la dieta, pero que también recurrieron a la astrología, a la botánica y a la alquimia. Sus enseñanzas pasaron a Europa de la mano de la escuela de traductores de Toledo. En España, en los siglos XIII y XIV, aparecieron unos cuantos falsos Geber, alquimistas que usaron el mítico nombre para añadir autoridad a unos trabajos que en realidad fueron meritorios, ya que lograron preparar los ácidos más fuertes hasta entonces conocidos: el nítrico y el sulfúrico. De aquella época es Arnau de Vilanova, un ¿leridano? médico y filósofo que sabía griego y árabe, que escribió ‘De confeccione vinorum’ y que, usando el alambique árabe, destiló alcohol de vino para utilizarlo en medicina; además, parece ser que escribió, con una ortografía casi incomprensible, el ‘Cuestionario de Ramón Llull’ donde se expone la transmutación en veintiocho pasos. Siguiendo el ejemplo de Arnau, ls alquimistas posteriores escribieron y atribuyeron al Doctor Iluminado, al beato Llull más de quinientos volúmenes sobre la ciencia hermética.

A pesar de la admonición de Leonardo da Vinci sobre la locura de preparar oro a partir de mercurio y azufre (En las minas de oro no hay ni mercurio ni azufre, no hay fuego ni otra fuente de calor, ¿por qué pierdes el tiempo en tu horno?), los alquimistas continuaron durante los siglos siguientes con sus intentos, a veces imitativos, a veces fraudulentos. Por ejemplo: aumentar el peso del oro con algo de mercurio, plata y cobre; preparar el polvo púrpura calentando una mezcla de seis sustancias de las cuales el azufre y el mercurio son innecesarios para obtener el producto que se consigue; teñir vidrios con disoluciones de oro a imitación del rubí; ‘transmutar’ hierro en cobre introduciendo una varilla de hierro en una disolución de una sal de cobre, con lo que éste se deposita sobre la varilla; etcétera.

El metalúrgico español del siglo XVII Álvaro Alonso Barba decía que la alquimia era un nombre odioso por la multitud de ignorantes que con sus embustes lo habían desacreditado, aunque él seguía creyendo que los metales se generaban continuamente a partir de la exhalación húmeda y untuosa y de la tierra viscosa y grasa. No solo el lepero Barba, también el matemático inglés John Dee, que hacía sesiones de magia, el belga Glauber, que sintetizó ácido clorhídrico a partir de sal común y ácido sulfúrico, obteniendo un residuo al que llamó ‘sal mirabilis’ (sulfato de sodio) por sus maravillosas propiedades, y el holandés van Helmont, descubridor del dióxido de carbono e inventor de la palabra gas, fueron creyentes y practicantes alquímicos, en contra de la opinión del canciller y filósofo inglés Francis Bacon, quien abogaba por otra alquimia operativa y práctica que producía mayores beneficios. Un siglo más tarde, en el XVIII, hasta el gran Isaac Newton seguía perdiendo el tiempo con los procesos alquímicos, e incluso después de aparecer Antoine Lavoisier, el verdadero padre de la química, el que con sus pesadas y medidas sentó las primeras bases de la teoría, a los rosacruces, modernos gnósticos, les parecía que la química era demasiado limitada en sus objetivos, ya que no estudiaba la relación entre el hombre y el cosmos.

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