Al tiempo que los alquimistas se dedicaban a la metafísica y a la magia, se iban conociendo nuevas sustancias y se desarrollaba una tecnología basada en las transformaciones químicas. Así, los egipcios ya usaban el oro en la edad de piedra y los hindúes, después, emplearon oro, plata, cobre, plomo, estaño y hierro. Loas procesos metalúrgicos comenzaron con la tostación de los sulfuros, con la fabricación de aleaciones como el bronce, el latón y el peltre y con la obtención de acero de gran calidad como el que hacían en Damasco y se transmitió a Toledo. El trabajo con metales dio origen a una multitud de oficios: orífices, herreros, fabricantes de armas y de agujas, tuercas, cerraduras, astrolabios, etcétera. Los chinos utilizaban la pólvora para la exhibición de fuegos artificiales coloreados con sustancias químicas incandescentes, y fabricaban papel de gran calidad con fibras de lino. En la Edad Media se inició el soplado del vidrio, técnica que permitió la fabricación de vajillas, lentes convexas para gafas y mejorar la calidad de los alambiques, con los que consiguieron destilar, además de alcohol y aromas para perfumes, ácidos minerales fuertes como el nítrico y el sulfúrico. La industria textil de la lana, la seda y el lino llevaba aparejada la extracción y empleo de tintes vegetales y su fijación con mordientes como el alumbre o la sosa y, por supuesto, los tejidos se lavaban con jabón. Los constructores empleaban tejas y ladrillos, y la cerámica, las pinturas con sus pigmentos y colas y las tintas eran ampliamente utilizadas. Los sabios árabes, en su mayoría médicos en ejercicio, se sirvieron de los medicamentos egipcios, indios y griegos, tanto de origen vegetal (anís, sen, opio, daturas, etc.) como mineral (nafta, bórax, arsénico, etc.).
A todo este gran acervo de conocimientos empíricos y tecnológicos le faltaba algo primordial para ser Química: el método, el nexo que uniese los distintos saberes prácticos y los impulsase más rápidamente hacia nuevos logros. Faltaba conocer la estructura y composición de las sustancias para interpretar sus transformaciones. Para que se encargase de ello, la Humanidad creó a Antoine Laurent Lavoisier (1743-1794) , quien descubrió, mediante experimentos cuidadosamente controlados, que los metales aumentaban de peso al calentarlos en presencia de aire debido a que se combinaban con un gas atmosférico al que llamó oxígeno. Y después de él, un aluvión: Henry Cavendish (1731-1810), el autista genial que apenas pronunció una palabra en su vida y caracterizó el hidrógeno; Humphry Davy (1778-1829), que obtuvo los metales ¡blandos! sodio y potasio y el cloro y el iodo por electrolisis; Louis Proust (1754-1826) que estableció la ley de las composiciones fijas de los compuestos químicos; John Dalton (1766-1844), quien atribuyó a cada elemento químico una clase específica de átomo con una masa atómica característica; Jöns Jacob Berzelius (1779-1848), que sustituyó los iconos de Dalton por las iniciales de los nombres de los elementos para designarlos; Joseph Louis Gay-Lussac (1778-1860), que escribió fórmulas de compuestos. Y así hasta llegar al gran orden: la tabla periódica de Dmitri Mendeléiev (1834-1907), en la que los elementos se agrupan por familias con parecidas propiedades químicas.