¡Las bombas A y H!

Los laboratorios del Proyecto Manhattan logran enriquecer el uranio natural en el isótopo ligero, U235, y obtener plutonio 239 a partir de la transmutación en pilas atómicas del uranio 238. El Pu239 presenta las mismas propiedades que el U235 para la fisión, pero con la ventaja de que emite más neutrones secundarios: 2,9 de media.

Para conseguir una reacción en cadena, el material fisionable, sea uranio o plutonio, debe tener un ‘tamaño crítico’ o ‘masa crítica’, ya que cada neutrón secundario tiene que recorrer una cierta distancia antes de impactar con un núcleo sin escaparse del material. A fin de obtener una reacción explosiva, es decir, para fabricar una bomba atómica de una manera primaria, se puede proyectar un trozo de uranio o de plutonio contra otro análogo con gran energía, por ejemplo mediante una explosión de trinitrotolueno (TNT): si la suma de los dos trozos supera la masa crítica se producirá la reacción de fisión nuclear. Un modo más sofisticado de construir una bomba atómica consiste en comprimir una cantidad subcrítica de material fisionable para que los núcleos se aproximen, lo que se consigue rodeando el material con explosivos que detonen simultáneamente.

Los científicos del Proyecto Manhattan, en su mayoría alemanes huidos del poder nazi, están próximos a crear el infierno. El laboratorio dirigido por Oppenheimer en Los Álamos logra reducir los productos fisionables U235 y Pu239 a metales puros y darles una forma adecuada. Un kilogramo de uranio ligero, cuando se fisiona completamente, libera una energía equivalente a 17.000 toneladas (17 kilotones) del potente explosivo TNT, alcanzándose una temperatura de millones de grados. La bola de fuego puede arrasar una ciudad, destrozando edificios en varios kilómetros. Además, la radiación se deposita en el humo y en el polvo, extendiéndose posteriormente.

El 16 de julio de 1945 se probó la primera bomba atómica en Álamogordo. El 6 de agosto, ‘Little Boy’, una bomba de uranio de 20 kilotones, explosionó a 600 metros de altura sobre la ciudad japonesa de Hiroshima, matando e hiriendo a la mitad de una población de más de trescientos mil habitantes y destruyendo las dos terceras partes de los edificios. Dos días después, ‘Fat Man’, una bomba de plutonio, arrasaba la ciudad de Nagasaki y Japón firmaba el 14 de agosto la rendición incondicional. La opinión internacional casi unánime fue que las bombas no eran necesarias para el fin de la guerra, ya que todas las fuerzas aliadas estaban libres de Alemania y Rusia hacía retroceder a los japoneses en Manchuria; pero los estadounidenses no querían la participación rusa y pretendían rentabilizar (¿con la mayor masacre de la historia!) el coste del Proyecto Manhattan.

En 1951 explosionó en las islas Marshall la más potente bomba conocida: la bomba termonuclear, la bomba de hidrógeno, la bomba H. En ella, deuterio y tritio, isótopos del hidrógeno con un protón y dos o tres neutrones en el núcleo respectivamente, se funden para dar helio, cuyo núcleo consta de dos protones y uno o dos neutrones. Como los núcleos de los isótopos de hidrógeno se repelen porque tienen carga eléctrica positiva, es necesaria una temperatura de millones de grados para que adquieran la velocidad necesaria para aproximarse hasta la distancia a la que puedan unirse mediante fuerzas atractivas de corto alcance. En el proceso de fusión se pierde un 0,63 % de masa, que se convierte en la gran cantidad de energía que resulta al multiplicarla por la velocidad de la luz al cuadrado. La detonación de la bomba H comienza con explosivos convencionales del tipo del TNT, que inician la explosión de una bomba atómica de fisión con la que se logran los millones de grados necesarios para producir la fusión. El proceso total tiene lugar en menos de un segundo y su poder destructor puede ser miles de veces mayor que el de las bombas atómicas. Además, las bombas termonucleares pueden ser lo suficientemente pequeñas como para ser lanzadas por misiles balísticos. ¡Dios nos libre!

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