Recién cumplidos los 85 años, prosigo con la tarea de transmitir conocimientos, como cuando era docente. Seguiré escribiendo divulgación científica, me lean o no, con más moral que el Alcoyano F.C. que iba perdiendo 5-0 y pedía prórroga.
En un apartado de mi anterior artículo titulado ‘2022. Avances y retrocesos’, recordaba cómo James Lovelock, armado con un cromatógrafo de gases con detector de captura de electrones inventado por él, se fue a la Antártida a detectar clorofluorcarburos (CFC) y óxidos de nitrógeno en la atmósfera.
El premio Nobel de Química de 1995 lo compartieron el holandés Paul Crutzen, el mexicano Mario Molina y el estadounidense Sherwood Rowland «por su trabajo en química atmosférica, especialmente en lo que concierne a la formación y descomposición del ozono». En 1970, Crutzen demostró que los óxidos de nitrógeno aceleraban la destrucción del ozono estratosférico que protege a la Tierra de los rayos ultravioleta del Sol, ya que es la única molécula atmosférica que absorbe UV. Su trabajo, no aceptado inmediatamente, inspiró a Medina y Rowland, quienes en 1974 publicaron en la revista Nature que los clorofluorcarburos (CFC) se descomponen en la estratosfera por efecto de la radiación solar liberando cloro y monóxido de cloro, que son capaces de destruir un gran número de moléculas de ozono. Los CFC son inertes en la troposfera (de cero a diez kilómetros de altitud) pero no en la estratosfera (de diez a cincuenta kilómetros de altitud) donde el ozono se encuentra en una concentración de diez partes por millón.
En 1995, la capa de ozono protectora se había adelgazado entre un 50 y un 70% en la Antártida y entre un 5 y un 10% en el resto, cuando ya hacía ocho años que se había prohibido la producción industrial de CFC. Se esperaba que la capa de ozono se regenerase en unos setenta y cinco años.