Uno de los grandes cambios forzados del pensamiento dogmático de la Iglesia Católica se refiere al movimiento de la Tierra.
Parménides de Elea, hacia el año 480 a.C., justificaba la redondez de la Tierra, y Platón, unos ochenta años después, en el Timeo, defendía el giro diario de la Tierra alrededor de su eje: «La forma más corriente…no podía ser más que la que abarcase todas las formas…Por eso redondeó el mundo hasta hacer de él una esfera…quiso que el mundo girase sobre sí mismo y alrededor de un mismo punto con un movimiento uniforme y circular».
Aristarco de Samos, en el siglo III a.C., y Seleuco de Babilonia, unos cincuenta años más tarde, defendieron la teoría heliocéntrica, con la Tierra desplazándose a través de los cielos alrededor del Sol. Hubo que esperar hasta la muerte del católico Copérnico, en 1543, para que su discípulo Rheticus mandase publicar la obra que acababa con el geocentrismo de Hiparco y Tolomeo y que su maestro no se atrevió a dar a la luz. El luterano Johannes Kepler, de familia judía, aprovechando las delicadas medidas astronómicas de su valedor Tycho Brahe, demostró matemáticamente que las órbitas de los planetas no eran circunferencias perfectas, sino elipses. Pero Kepler, como Copérnico, era conservador y no quería enfrentamientos, por lo que fue Galileo, que quería despertar la consciencia de los hombres, quien impulsó la teoría heliocéntrica, enfrentándose a la Iglesia y al Santo Oficio: «Aunque hayan proclamado que decir que la Tierra se mueve es herejía, si las demostraciones, las observaciones y las necesarias verificaciones demuestran que se mueve, ¿en qué dificultad se habrán puesto a sí mismos y habrán colocado a la Santa Iglesia?…Si la Tierra se mueve ‘de facto’, nosotros no podemos cambiar la naturaleza y hacer que no se mueva». En 1633, el Santo Oficio hizo abjurar a Galileo de su teoría y le condenó a prisión, sentencia que el Papa Urbano VIII conmutó por la de arresto domiciliario en virtud de la elevada edad, setenta años, y de la mala salud del primer científico moderno.
Mucho peor le fue a Giordano Bruno, nacido en Italia en 1548, novicio de los dominicos y ordenado sacerdote a los veinticuatro años, aunque ya era sospechoso de herejía. Cuatro años después abandonó la Orden y cuando apareció en Génova abrazó la Reforma y siguió a Calvino. En 1584 publicó ‘La Cena del Miércoles de Ceniza’, donde relata, en tres diálogos sobre el Universo y tres sobre moral, la acalorada discusión mantenida con los doctores oxonienses en la que defendía el Universo infinito y la multiplicidad de los mundos (¡Las estrellas eran soles!) No se quedó ahí, también dijo que la religión era un medio para instruir y gobernar al pueblo ignorante, que la salvación no se obtenía por solo la fe, como adoctrinaba Calvino, sino por la dignidad de las acciones humanas. Tampoco se quedó ahí: defendió la base atómica de la materia y de los seres y propugnó la coexistencia pacífica de todas las religiones. Excomulgado por la Iglesia luterana, volvió a Italia en 1591 y un año más tarde fue denunciado a la Inquisición. Tras siete años en prisión y discusiones en las que defendía sus ideas como filosóficas y no teológicas, el ocho de febrero de 1600 fue conducido a la hoguera amordazado para que no pudiera exponer su doctrina y fue quemado vivo. Clemente VIII era el Papa de Roma.
La Iglesia Católica, Apostólica y Romana ha cambiado de criterio: actualmente admite que la Tierra se mueve; y ya no quema vivos a los que mantienen opiniones contrarias a las suyas, solamente los manda al infierno, aunque sus principales pensadores no tienen claro dónde está ubicado y si hay auténticas llamas o no.