Archivo por meses: octubre 2025

Creencias de los ultraconservadores cristianos (II)

Los republicanos estadounidenses ultraconservadores, en su defensa a ultranza de la industrialización, cargan contra los ecologistas, sus enemigos, y se carcajean de su afirmación de que hay especies en peligro de extinción debido a que se está reemplazando el mundo natural por los artefactos creados por los humanos ¿No es cierto que la humanidad nada tuvo que ver con la desaparición de los fósiles?, dicen en defensa de la imposibilidad de que la actividad humana conduzca a una extinción masiva. Si se produce desforestación, las especies cambian de zona y listo. Además, afirman, el número de nuevas especies recién descubiertas superan a las supuestamente desaparecidas. (¿Es que son partidarios de seguir industrializando sin control?).

Por supuesto, tampoco creen en el cambio climático propiciado por la actividad humana. Ponen en duda el calentamiento de la Tierra diciendo que la atmósfera no está aumentando de temperatura y acusan al exvicepresidente de EEUU Al Gore de ocultar datos sobre el enfriamiento real de la corteza terrestre. Por otra parte, si tan grande es el miedo al calentamiento global producido por la emisión de gases con efecto invernadero debido al empleo de combustibles fósiles como el carbón, el gas y el petróleo, ¿por qué los ecologistas no defienden la energía nuclear que no emite esos gases? ¡Son necesarias muchas más centrales nucleares!, aseguran. Pero la gente está aterrorizada con las terribles bombas nucleares y con la traidora radiactividad. (Y casi nadie cita que la sustancia que más contribuye al efecto invernadero es el vapor de agua).

Pero los integristas no se rinden. Dicen que está demostrado que las dosis bajas de radiación ‘parecen’ tener efectos beneficiosos, por eso están funcionando los balnearios de radón para combatir las dolencias reumáticas. Y esta hipótesis la generalizan: ‘todas’ las sustancias son tóxicas en ‘grandes’ cantidades pero beneficiosas en dosis ‘pequeñas’. Así ocurre con los bifenilos clorados, con el mercurio, el cadmio, el plomo, etcétera. Estas afirmaciones se demuestran por analogía con los oligoelementos (yodo, selenio, cinc, magnesio, etc.), que son tóxicos a dosis elevadas pero se incluyen en los complejos vitamínicos. (¿Y qué pasa con las sustancias que no se eliminan, que se acumulan en el organismo?). La propia dioxina, tan temida tras la explosión de la planta química de Hoffman- La Roche en Seveso, Italia, que produjo en 1976 una emisión de gases tóxicos y decenas de muertes, es beneficiosa a dosis bajas, como se demuestra porque protege a las ratas contra el cáncer (así, en general, dicen), pero lo produce a dosis altas (tan altas como 0,071 microgramos kilogramo de rata diarios). Además, al exprimer ministro ucraniano Viktor Yuschekco lo envenenaron con dioxina: se desfiguró, pero no contrajo cáncer, anda.

¡Que vuelva el DDT! Piden los integristas, recordando al suizo Paul Müller, premio Nobel de Medicina o Fisiología en 1948 por demostrar lo bueno que era el producto matando insectos, y valorando el éxito que tuvo en la lucha contra la malaria. (No entran en considerar si el DDT tiene efectos acumulativos y cancerígenos ni si se ha sustituido por otros insecticidas menos agresivos).

Creencias de los ultraconservadores cristianos (I)

Los políticos estadounidenses ultraconservadores, que son los que más se hacen oír porque son los más poderosos, tienen un amplio frente de batalla abierto contra muchas teorías que están relacionadas con conclusiones científicas. Defienden que las Iglesias han tenido grandes científicos y que estos han sido creyentes ejemplares. Aducen que Giordano Bruno no fue quemado vivo por sus opiniones científicas, sino por insultar al Cristo y a su doctrina.

Para ellos, la teoría de la evolución no debe enseñarse en las escuelas, ya que es falsa, al ser un proceso que no ha sido observado. El infiel Darwin, dicen, tomó estructuras homólogas como una prueba de la evolución de las especies y otros hicieron dibujos fraudulentos de los embriones de los vertebrados para demostrar por su semejanza que eran eslabones de una serie evolutiva. Concluyen que una teoría de la evolución, puesto que no sirve, debe ser sustituida por el diseño inteligente, debido a la Suprema Inteligencia de Dios, Único y Verdadero, Creador de todas las cosas. De esta sencilla manera resuelven algunos cristianos todas las dificultades: no hace falta investigar en búsqueda de datos, es inútil preguntarse por qué los vertebrados son tan íntimamente semejantes, no hace falta indagar qué procesos pueden dar lugar a esa evidente escala que existe entre las diversas formas vivientes ¿Por qué esos infieles ambicionan encontrar unas razones más allá del omnipotente Creador y se desesperan y se angustian? Porque son tontos, se ufanan.

Los campos en los que los integristas estadounidenses se oponen duramente a la ciencia son aquellos que exigen presupuestos sustanciosos y que no coinciden con sus imperativos morales. Dicen que son, simplemente, negocios de los investigadores. Uno de estos campos es el de la investigación con células madre, al que, en la práctica, se oponen frontalmente (menos Nancy Reagan, en su intento de curar a su esposo), ya que «las células madre embrionarias, a diferencia de las adultas, no pueden emplearse directamente en la terapia, porque controlar su comportamiento para que no causen cáncer o teratomas es una pesadilla». Además, «las células madre adultas no pueden volverse atrás». Pero pensamos ¿no son dignas de apoyo las investigaciones en clonación terapéutica en las que, para evitar el rechazo inmunológico, el núcleo de un óvulo donado se sustituye por el de una célula del propio paciente y cuando el embrión se desarrolla hasta un centenar de células se recogen las células madre propias?

Ni los genes, ni el genoma, ni el dineral que cuestan las investigaciones, caen muy bien a los integristas. Craig Venter dice que los humanos ¡solo tenemos unos 30.000 genes! ¡Como los monos, los insectos o las plantas! Sea como sea el mapa genético, el genoma humano, que tantos esfuerzos y tanto dinero ha costado, no conduce, dicen los integristas, a ningún logro de ingeniería genética. Las enfermedades genéticas tales como la anemia aplásica, la fibrosis quística o la distrofia muscular no se han logrado vencer con terapia génica. Trabajo baldío, dinero malgastado, dicen. Y por si fuera poco, añaden, parece que cada investigador pretende dar a cada gen una función específica: hay genes para la inteligencia, para la obesidad, para la violencia…¡y para el cáncer! Ya se cuentan más de doscientos oncogenes que, al mutarse, se transforman en carcinógenos, así como docenas de genes supresores potenciales del cáncer. Es que estos investigadores ya no saben qué más inventar para aumentar sus asignaciones. Hasta creen que los virus son capaces de producir cáncer…¿Es que no se dan cuenta de que el cáncer no se transmite y los virus, sí?

(Y, ahora, el secretario de Salud del Gobierno Trump, Robert Kennedy, se desfoga diciendo sin pruebas que se están usando vacunas que tienen efectos contraproducentes, como las que producen autismo en los niños. Mamma mia!)

Las creencias de Somerset Maugham

El inglés William Somerset Maugham (1874-1965), huérfano en su niñez y acogido por un tío, estudió medicina y ejerció como ginecólogo durante un breve periodo: el relativo éxito que obtuvo con una novela le animó a dedicarse a la literatura. Se marchó a Sevilla donde «se divirtió intensamente» durante un año y donde escribió «una novela muy mala». A los treinta años de edad y siendo autor de una novela de éxito se va a París a pasar penurias. Mientras tanto, publica ‘Servidumbre humana’, una de sus novelas más leídas, y actúa como agente secreto durante la Primera Guerra Mundial.

Quizá su obra de mayor impacto sea ‘El Filo de la Navaja’, en la que contrapone a un aristócrata bondadoso y fatuamente inútil, y a un marchante para quien, en la ejecución del arte, la honradez es la única norma posible y que era capaz de resistirlo todo menos las tentaciones, con un idealista que lee a los místicos, que pese a no estar dispuesto a creer en un Dios omnisciente que no tuviera sentido común, siente la emoción de la vida espiritual.

Maugham, escritor claro y directo, tachado de ateo y cínico, aconseja a los noveles que se dejen de barroquismos y narren con sencillez lo que tengan que contar. Estudioso de la filosofía hindú, nos regala una cita en la que demuestra los antecedentes indios en las teorías judeo -cristianas del Big Bang y del Big Crunch: «¿Hay algo más asombroso que la concepción según la cual el universo no tiene principio ni fin, sino que pasa eternamente de un estado de desarrollo a otro de equilibrio, y de este a uno de decadencia, y de este a la disolución y de la disolución al desarrollo, y así sucesivamente, por toda la eternidad?

Opus Dei

En 1975 muere monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer y Albás, nacido en Barbastro (Huesca) en 1902. Después de estudiar leyes y ejercer el periodismo se ordenó sacerdote y fundó, en 1928, la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz y Obra de Dios, conocida como Opus Dei y aprobada por la Iglesia Católica en 1950. Sus estatutos la definen como un instituto secular dedicado a adquirir en el siglo la perfección cristiana y ejercer el apostolado. Y también (demostrando su elitismo) a trabajar con todas las fuerzas para que la clase que se llama intelectual -que es guía de la sociedad tanto por la instrucción como por los cargos que ejerce- abrace los preceptos de Cristo y los lleve a la práctica. Los socios operan individualmente o por medio de asociaciones. (Pese a la pretensión de su independencia de la política, hasta diez de los diecinueve ministros de un gobierno de Franco pertenecieron al Opus). Los socios se dividen en varias categorías: los numerarios, sacerdotes y seglares solteros (aunque los cargos directivos principales han de reservarse por lo común a los sacerdotes); los oblatos, solteros y libres; y los supernumerarios, casados o solteros. Todos ellos deben hacer votos de pobreza, castidad y obediencia de distinta duración según su categoría. Además están los cooperadores, que rezan y dan limosnas al instituto. La organización es piramidal: existen gobiernos locales, regionales y general en cuya cúspide está el Padre, que tiene potestad ordinaria, social, gubernativa y dominativa sobre sus subordinados.

El instituto tiene también una sección de mujeres, radicalmente separada de la sección de hombres. No son religiosas, no aportan dote ni usan hábito. Hay numerarias y numerarias sirvientes (el servicio doméstico), oblatas y supernumerarias, todas dirigidas por el Padre, el secretario general y otros.

Se supone que el instituto ha llegado a una cifra de varias decenas de miles de miembros distribuidos en cerca de noventa países. Su fundador y Padre ha alcanzado la santidad después de demostrarse oficial y evidentemente que hizo milagros (actos de poder divino, superior al orden natural y a las fuerzas humanas). Tras su muerte, el instituto se transformó en prelatura, con un prelado en la cúspide adjunto al Papa de Roma.

¡Aquellos ejercicios espirituales!

El que esto escribe fue encerrado a los catorce años de edad durante tres días junto a sus compañeros de curso sin hablar ni reír, solo rezar, para realizar los ejercicios espirituales que debían cumplir todos los años los alumnos de los colegios de la Compañía de Jesús. El primer día, el director de los ejercicios exhorta a los muchachos a que hagan un examen general de los pecados mortales cometidos, repasando los diez mandamientos, los siete pecados capitales y las tres potencias del alma ¡Pensad, clama el director, cuántos han sido condenados por un solo pecado mortal! Y cuenta lo que le sucedió a aquel joven, de una de las mejores familias de Bilbao, puro y virgen, recién confesado y comulgado, quien conduciendo su flamante y veloz coche tuvo un mal pensamiento, un deseo carnal, un pecado contra el sexto mandamiento; un deslizamiento del coche, un golpe brutal contra un árbol y la muerte instantánea ¡Condenado a las penas del infierno por toda la eternidad! ¡Y vosotros, con tantos pecados mortales cometidos, cuántas veces mereceríais ser condenados! El director se extiende en la explicación de la muerte, de cómo sobre el cadáver se ve pulular una gran cantidad de gusanos que, devorando y corrompiendo, dejan limpia la calavera. También explica, con la capilla a oscuras, sin más luz que una vela junto al sagrario, cuán repugnante es el peludo demonio, quien, usando sus garras de largas y afiladas uñas, introduce al réprobo a presión en un nicho al rojo vivo, un agujero que cierra con un torniquete dando ¡otra vuelta más al torniquete! Aquella noche se oyeron alaridos de pavor procedentes de las celdas de los muchachos. (Y el que esto escribe nunca recibió disculpas por tal inhumano comportamiento, pese a los supuestos cambios).

Hay que hacer una confesión general, dice el director. Contemplemos y sintamos el padecimiento de Cristo, el Hijo de Dios, su Pasión y su muerte en la cruz para salvarnos de la condenación eterna ¿Para qué nace el hombre sino para alabar a Dios nuestro Señor y salvar el alma, para ver, oler y gustar la infinita suavidad y dulzura de la divinidad? (Los jesuitas trataban, mediante esos ‘ejercicios espirituales’ administrados a tan temprana edad, de imponer unos dogmas y de determinar la conducta presente y futura de sus -pobres- alumnos).

Jesuitas

En 1521, Ignacio de Loyola, un militar vasco de pelo rojo y un metro y cincuentaicinco centímetros de estatura, resulta herido en las piernas durante la defensa de Pamplona. En su convalecencia lee vidas de santos, hace confesión de sus pecados y se encierra durante un año en una cueva de Manresa, donde escribe un manual que titula ‘Ejercicios Espirituales’. Después de viajar a Jerusalén, de estudiar en Barcelona, Alcalá, Salamanca y París y de ser acusado varias veces de hereje, hace votos de pobreza, castidad y obediencia al Papa junto a seis compañeros con los que funda en 1534 una nueva Orden. En 1540, el Papa Pablo III aprueba la Compañía de Jesús, de la que Ignacio es nombrado general (aunque una compañía no es una brigada ni una división).

La Compañía se dedicará principalmente a la educación, sin descuidar las misiones, la caridad y la política. Cuando muere Ignacio, en 1556 a los sesenta y cinco años de edad, hay cientos de sacerdotes jesuitas; doscientos años después el número asciende hasta varios miles. Su poder es tan grande que el Estado portugués los expulsa en 1762, Francia en 1762 y España en 1767, con la avenencia del rey Carlos III, de los ministros y de los obispos. Estos tres países presionan al Papa Clemente XIV, quien decreta la abolición de la Compañía en 1773, aunque Pío VII la restableció en 1814.

¿Por qué querían los Estados que despareciese la Compañía? En España, en el tiempo de la expulsión, los jesuitas tenían decenas de colegios que funcionaban en realidad como universidades privadas, en los que educaban a la juventud de las clases altas, preparándolas para que ocupase cargos políticos y sociales. La Compañía era un grupo político de presión en contra de las regalías, que eran los derechos del Estado para intervenir en los asuntos eclesiásticos. Estos derechos, según el Concordato entonces vigente, permitía al Rey nombrar obispos, quedarse con las rentas que recibía el Papa y exigir contribución de las tierras eclesiales. Los jesuitas se enfrentaron al Estado y al clero que los defendía, con la pretensión de tener la capacidad de acaparar bienes raíces sin limitación alguna.

Hoy en día, la Compañía tiene muchos colegios en España donde se educa a los hijos de las familias influyentes (y a los niños que demuestren sus capacidades intelectuales, como la evaluación que hicieron al que esto escribe para admitirle), posee grandes intereses en empresas y bancos y sigue siendo guía espiritual y confesor de magnates, políticos y altos cargos sociales… Y alcanzó el papado un jesuita, un ‘soldado de Dios’, que eligió el nombre de Francisco para llevar al Vaticano un aire nuevo…